Aunque el impacto emocional de los medios y tecnologías ha sido abordado desde mediados del siglo XX, en las últimas dos décadas la omnipresencia de las interfaces digitales ha generado experiencias afectivas cotidianas que generaciones anteriores no habrían imaginado. Estas interacciones, diseñadas para provocar respuestas emocionales, tienen un impacto psicológico a nivel individual y social, redefiniendo el consumo y la gobernanza a escala global. Este texto, en lugar de ser un análisis exhaustivo, reflexiona sobre cómo el arte puede funcionar como un espacio para develar, resistir o resignificar el uso de estas interfaces y sistemas, replanteando lo que la experiencia estética y artística significan en un mundo cada vez más mediado por la subjetividad maquinal.
El cómputo afectivo
Cuando Rosalind Picard introdujo el concepto de cómputo afectivo en los años noventa, no anticipó el impacto que tendría la cuantificación de las emociones en el diseño de interfaces digitales. La ingeniera del MIT destacó la importancia de las emociones en la inteligencia humana y argumentó que una aproximación puramente lógica no era suficiente para crear sistemas computacionales más intuitivos o capaces de tomar decisiones. Propuso que, para mejorar la interacción entre humanos y máquinas, las computadoras deberían reconocer, interpretar y responder a las emociones de los usuarios. Así comenzó una serie de investigaciones centradas en analizar, de manera cuantificable, el estado emocional mediante el rostro, captado por cámaras, y mediante señales fisiológicas como el ritmo cardíaco y la conductividad en la piel, captadas a través de sensores biométricos.
Los avances en este campo han sido notables, especialmente en términos de precisión, gracias al uso de redes neuronales que lo redefinen como inteligencia artificial emocional. Sin embargo, en su implementación persisten dos problemas poco claros. El primero está relacionado con el sesgo y la simplificación de las emociones humanas, como aquellas interpretadas a través de los gestos faciales, que a menudo resultan demasiado simplistas en comparación con el espectro emocional real de las personas, especialmente en individuos neurodivergentes, por ejemplo. El segundo problema se refiere a las implicaciones de utilizar estas interpretaciones para monitorear constantemente y de manera masiva la subjetividad de las personas.
Tokenización afectiva y la normalización de la subjetividad en las máquinas
A pesar de que el cómputo afectivo se ha utilizado en educación y salud para diseñar experiencias de aprendizaje, apoyo y seguimiento emocional, en otros ámbitos, las emociones se han convertido en una moneda de cambio. Cada interacción con las interfaces es analizada, y su resultado, en términos afectivos, tokenizado. En las redes sociales, por ejemplo, se favorece la viralización de contenidos que generan respuestas emocionales extremas, lo que tiene implicaciones políticas, ya que los discursos polarizadores captan más atención que el análisis crítico. En este contexto, la gobernanza se ve condicionada por la manipulación y explotación masiva de las emociones a través de los medios digitales.
Y es que la sobrecarga informativa tiene un impacto significativo no solo emocional, sino también psicológico. Nuestros cerebros están constantemente expuestos a una cantidad de datos que supera su capacidad de procesamiento. La exposición continua a imágenes y noticias impactantes puede generar insensibilización, reduciendo la capacidad de empatía o provocando una sensación de impotencia ante problemas globales, creando aislamiento social o enfocando la atención en el consumismo. Sin embargo, en lugar de cuestionar la información o sus fuentes, o simplemente de alejarse del sobreestímulo, la tendencia parece ser buscar respuestas dentro de la misma tecnología. Jailbreaks de ChatGPT, como Dan, se han vuelto increíblemente populares entre quienes han renunciado a las relaciones presenciales y optan por vínculos platónicos con parejas virtuales, asegurando que estas interacciones les brindan mayor felicidad que el contacto con personas reales. Y cada vez más personas recurren a chatbots en lugar de asistir a terapia con un psicólogo humano.

La experiencia artística en la era de la IA
Desde el punto de vista de la producción artística, a lo largo de los siglos se ha debatido la relación entre la apreciación del arte y la experiencia sensible y emocional. Con el Romanticismo, la emoción adquirió un papel central en la vivencia estética, mientras que, en el siglo XX, las vanguardias artísticas desafiaron los límites de la percepción y la afectividad en el proceso artístico. Hoy, en un contexto de digitalización y proliferación de la inteligencia artificial, estas nociones se ven desafiadas. Ante un público saturado de estímulos, surge el interrogante de si las creaciones generadas por inteligencia artificial pueden provocar respuestas emocionales comparables a las del arte humano. Surge también la preocupación de muchos artistas de alcanzar a un público emocionalmente saturado. Sin embargo, la producción artística opera en múltiples niveles que implican observación, interpretación y una contextualización compleja, elementos que, hasta ahora, siguen siendo exclusivos de la percepción y el juicio humano.
Y una parte fundamental de la apreciación y el disfrute del arte radica no solo en la emoción que suscita, sino también en su dimensión conceptual y en la experiencia de descubrimiento dentro del entramado que define la producción artística en este siglo. La creciente influencia de la tecnología en el pensamiento contemporáneo no solo se refleja en la incorporación de elementos electrónicos en las instalaciones de arte, sino en una transformación más profunda: la concepción de la obra artística como un sistema. Esta perspectiva implica que la obra no opera de manera aislada, sino que se inscribe dentro de las dinámicas de otros sistemas con los que el público interactúa. En este sentido, Benjamin Bratton, en The Stack: On Software and Sovereignty (2016), plantea un marco para entender cómo las infraestructuras digitales reconfiguran nuestras relaciones con el entorno, una idea que resuena con las lógicas emergentes en la práctica artística actual.
El arte y sus mediaciones tecnológicas
En cuanto a la relación entre las emociones y la producción y apreciación artística, estamos ante un momento inédito en la historia: por primera vez, existen herramientas que pretenden ser capaces de cuantificar la respuesta emocional ante una obra de arte. Sin embargo, esta medición no determina la trascendencia o el valor de la obra, sino que abre un nuevo campo de discusión. La posibilidad de inscribir la cuantificación de las emociones en el centro de la experiencia artística transforma no solo la percepción de la obra, sino también la interacción entre los espectadores y su relación con el espacio.
Un ejemplo de esta exploración es Vibe Check de Lauren Lee McCarthy, donde los rostros del público son analizados en tiempo real, traduciendo sus respuestas emocionales en imágenes y texto. La experiencia, a la vez lúdica e incómoda, desplaza el foco de la obra como objeto de contemplación y lo traslada hacia la reacción emocional del espectador al observar a los otros, con quienes comparte el espacio de la sala, generando un juego de autoobservación y percepción colectiva.

Si las emociones han sido históricamente un eje central en la relación con el arte, ¿hasta qué punto la capacidad de cuantificarlas y manipularlas altera esa relación?, ¿puede el arte, precisamente por su vínculo intrínseco con lo afectivo, ofrecer una reorientación o resistencia a la instrumentalización emocional que impera en los medios digitales? Y si tanto el arte como los medios predisponen a una experiencia emocional –ya sea conscientemente o inconscientemente–, ¿qué diferencia la emoción estética de aquella que surge de la interacción con entornos algorítmicos diseñados para modelar y predecir nuestras respuestas?
Este planteamiento no solo abre el debate sobre las tecnologías y su impacto en la apreciación estética, sino que también cuestiona si el arte, en su relación con lo sensible, puede funcionar como un espacio de agencia frente a las lógicas de automatización y vigilancia emocional.
Sobre las interfaces
Antes de explorar las posibilidades del cómputo afectivo y la subjetividad maquínica en el arte –incluyendo la creación de sistemas que responden a las emociones–, es crucial considerar cómo la relación del artista con la tecnología impacta al discurso de la obra. He observado que muchos artistas jóvenes se acercan a ciertas herramientas digitales como si fueran cajas negras, fascinados por su capacidad de generar resultados sorprendentes a partir de entradas mínimas, como es muchas veces el caso de la producción de imágenes y video con IA. Sin embargo, el uso de tecnologías cerradas con fines comerciales impone límites y las inscribe en lógicas de consumo y vigilancia. Esto no impide su uso en el arte, pero exige una mirada crítica que revele su naturaleza y problematice su impacto.
Una exploración más profunda implica el hacking de estos sistemas, es decir, su intervención para desviar su propósito y generar resultados inesperados o incluso contrarios a su programación original. La relación óptima del artista con la tecnología que emplea no se limita a una comprensión conceptual, sino que abarca también el conocimiento técnico necesario para diseñar sus propios sistemas, ya sea de manera individual o en colaboración. Esta aproximación se asemeja más al diseño de arquitecturas, no solo en la resolución de problemas, sino en la anticipación de cómo el público interactuará, intervendrá o será intervenido por la obra. Así, las interfaces que el artista produce no son las convencionales que se encuentran en espacios comerciales, sino artefactos que establecen conexiones improbables entre objetos, software, cuerpos y presencias humanas, articulando una maquinaria transmedia con un discurso propio.
Arte tecnoafectivo
A partir de las diversas aproximaciones conceptuales de los artistas al cómputo afectivo y de su diálogo con subjetividades digitales, podríamos esbozar una catalogación de obras para análisis posteriores. Un primer enfoque es la exposición crítica de cómo la cuantificación de las emociones se integra en sistemas de vigilancia y control. El trabajo de Trevor Paglen ejemplifica esta perspectiva, utilizando herramientas digitales de vigilancia e inteligencia artificial para vincular documentación, bases de datos, imagen, escultura y video en tiempo real. Sus piezas evidencian cómo tecnologías como el reconocimiento facial y la generación de imágenes funcionan como mecanismos de manipulación ideológica. Un ejemplo de su obra, cercano al reconocimiento de emociones, es The Trolls (2019), donde imprime una base de datos utilizada para entrenar a una inteligencia artificial capaz de detectar lenguaje ofensivo o abusivo en redes sociales.
También existen piezas que funcionan como interfaces para la exploración y reflexión emocional de los participantes. Estas experiencias, que resultan a menudo lúdicas, invitan al público a interactuar con su propio cuerpo y utilizar su subjetividad para generar distintas reacciones en la obra. Ejemplos de ello son Mood Swings (2009), de Bialoskorski, Westerink y Broek, donde el sistema interpreta los movimientos corporales como expresiones afectivas y utiliza un modelo de color y luz para retroalimentar la experiencia, o mi propia pieza Alteraciones Ambientales (2012), en la que el público tenía acceso a un sensor de ondas cerebrales con el que se construía una narrativa paisajística diseñada para inducir un estado de calma. Ambas propuestas exploran el biofeedback a través del cómputo afectivo, ofreciendo al público una vía de introspección y, quizá, de breves momentos de conexión emocional.

Entre las obras que cuestionan la relación entre tecnología, subjetividad y emociones, algunas exploran los espacios intersticiales de la subjetividad maquinal, generando más preguntas sobre su futuro que respuestas definitivas sobre lo humano, social o político. Un ejemplo es Memories of Passersby I (2019) de Mario Klingemann, donde retratos generados por inteligencia artificial evocan gestos y expresiones con una familiaridad inquietante, pero sin una identidad humana definida. Otro caso es The Blind Robot (2015) de Louis-Philippe Demers, obra en la que un robot explora el rostro de los espectadores mediante el tacto, mientras estos se ven reflejados en un espejo, confrontando la extrañeza de ser leídos emocionalmente por una máquina sin visión.
En la interacción humano-máquina, el cómputo afectivo moldea nuestra percepción de la realidad al interpretar y responder a las emociones dentro de marcos tecnológicos orientados al consumo, la vigilancia y la predicción. Al traducir lo subjetivo en datos, estos sistemas reconfiguran nuestra comprensión del sentir. Sin embargo, el arte es un espacio de resistencia donde estas dinámicas pueden evidenciarse y cuestionarse. A través de la experimentación con el cómputo afectivo, es posible revelar sus alcances y límites, exponiendo la mediación algorítmica de las emociones. Así, el arte no solo confronta los sistemas que buscan definirnos, sino que también replantea qué significa ser humanos en un mundo atravesado por inteligencias artificiales que intentan descifrar y modelar nuestras emociones.
Cita recomendada: GARZA LAU, Anni. IA, mi amor. Sobre la subjetividad de las máquinas y la experiencia artística. Mosaic [en línea], mayo 2025, no. 203. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/m.n203.2506
Deja un comentario