Escenas, actos, fragmentación
«El segundo punto primordial», escribe William Goldman, es que «los guiones son estructura». Es el momento de ver qué opciones nos propone la tradición narrativa para desarrollar nuestra historia, aquella primera sinopsis que hemos construido un par de puntos atrás. Y «el primer punto primordial» propone empezar dando un esqueleto formal a los hechos que suceden en nuestra historia. Este es un ejercicio que supone conocer los criterios para estructurar los hechos que pasan tanto en el interior de cada una de las unidades narrativas de un guion —sus escenas—, como en el conjunto total de la narración.
La unidad mínima de narración es la escena. Una escena es una unidad cerrada de narración. Su formato clásico nos muestra un planteamiento, una evolución y un desenlace y tiene una duración de 2 o 3 minutos.
El protagonista de la historia entra al ascensor con su vecina. Se han enamorado y huyen de los asesinos del marido de ella. Cuando las puertas están a punto de cerrarse, un hombre entra al ascensor con ellos, y el protagonista ve que esconde una pistola entre la americana. La escena está planteada: el espectador está ubicado y proyectado. Es entonces que la escena puede desplegar todo su potencial: el protagonista se gira hacia la mujer y se hacen un primer beso tan intenso que es capaz de hacernos olvidar que los dos están en peligro de muerto. Acto seguido, el desenlace. El protagonista se gira y le revienta el cráneo a su enemigo. El clímax es descubrir que la mujer no huirá con él. Aquel primer beso también era un beso de despedida. Porque el amor de aquel beso es incompatible con la violencia que desplegará el protagonista a partir de entonces. Esta es la fatalidad que lo persigue. La sangre de su enemigo es la metáfora de la imposibilidad de romper el círculo de violencia en que vive y quedarse a vivir junto a la mujer que quiere.
La primera palabra clave de la escena es conflicto. El ser humano tiene estas cosas: alguna cosa dentro nuestro parece impulsarnos a seguir viendo dos personas que se pelean. Esta es la fuerza de atracción del conflicto que se presenta bajo múltiples caras. Su forma genérica es aquella pregunta que plantea la escena y que el espectador no puede evitar querer saber como se resuelve. De una manera más concreta, son conflictos las mentiras y confusiones a través de las cuales nos mantienen interesados las comedias; la tensión sexual no resuelta es conflicto; los obstáculos y los antagonistas son fuentes inagotables de conflicto (sin ellos, la película acabaría en dos minutos); el conflicto es también el miedo que tiene el espectador de thriller cuando el protagonista entra en su casa sin saber que el asesino la espera al otro lado de la puerta; Hitchcock decía que si queríamos hacer interesante una conversación sólo había que poner una bomba bajo la mesa.
Seinfield es una sitcom norteamericana que se vendió con la leyenda que no trataba de nada. No había tema, ni una historia unitaria… pero había conflicto desde la primera escena, en que los dos protagonistas discuten sobre los botones de la camisa. La segunda palabra clave es cambio. Una escena no acaba del mismo modo que ha empezado. El protagonista aprende algo, cambia su dirección, recompone sus objetivos… Este es un consejo que se repite desde Aristóteles a Mear: si una escena no hace avanzar la narración, hay que eliminarla.
Desde un punto de vista macronarrativo, la forma del relato no difiere mucho de la forma de la escena. El guionista divide su historia en actas. El primer acto se dedica a ubicar y proyectar el espectador y es una unidad narrativa por sí sola. El primer acto nos puede presentar, por ejemplo, un personaje que sospecha que hay un mundo secreto que es accesible a través de la red informática; o un abuelo rabioso a quien se le muere la mujer y que se siente solo en un barrio lleno de extraños; o un pescado sobreprotector que no deja respirar su hijo (que también es un pescado, está claro).
Solemos conocer aquí el protagonista y su mundo, hasta que un acontecimiento rompe la armonía y proyecta sus consecuencias directas sobre el personaje central. Este es el punto de giro (o clímax del primer acto), que obliga el protagonista a reaccionar. El personaje entra en un conflicto (tiene un dilema, necesita lograr un objetivo consciente o inconsciente…) que lo traerá de un lugar al otro durante los actos posteriores hasta llegar a su punto de giro del penúltimo acto (o el clímax del acto). Este es el momento «más oscuro» de la película. El objetivo del personaje parece más lejano que nunca. El último acto empieza con la visualización de esta crisis, sólo una decisión arriesgada podrá poner las cosas a lugar. Es entonces que el protagonista se enfrenta frente a frente a su antagonista (otro persona, las fuerzas de la natura o de la sociedad, él mismo…) y consigue la victoria (o no) en el clímax final de la película. A pesar de todo, los hechos dejan una marca en el protagonista. El protagonista ha aprendido, ha evolucionado, o quizás ha perdido algo que ya no recuperará nunca: es el cambio final. Estos son los elementos recurrentes del último acto de la película (aunque no aparecen necesariamente siempre en este orden): crisis, decisión, frente a frente, clímax y cambio.
No obstante, ya hemos dicho que la narración no es un formato cerrado, una ley fija o una norma antropológica. Las estructuras evolucionan y cambian debido a las innovaciones de las nuevas plataformas audiovisuales y de la habilidad de los nuevos espectadores para recomponer la historia. La series televisivas ofrecieron más opciones a la estructura narrativa, el videoclip cambió el ritmo, internet es el mundo de la multipantalla y el espectador, cada vez, está más preparado para recomponer la historia con menos elementos (y, según dice Peter Greenaway, está también menos dispuesto a prestar la atención debida a una sola pantalla). El boom de las series televisivas ha normalizado nuevas posibilidades que rompen la presencia central de la escena como unidad narrativa. Los guiones de un episodio de 40/50 minutos se suelen estructurar en 4 o 5 actos y contienen unas 40/50 secuencias (fragmentos de unidad espacio-tiempo). Por un lado, hay que entender de esta estructuración que la escena ha cedido su centralidad narrativa al acto, que se ha reducido a una longitud de 10 minutos. Estos actos se estructuran alrededor de escenas divididas en secuencias que muestran fragmentos de información poco autónomos, que están separados de sus referentes inmediatos, y que sólo componen todo su sentido al final del acto. En estos casos, la escena como unidad narrativa mínima se ha fragmentado dentro del acto en secuencias y en vacíos, que el espectador tiene que reconstruir y completar constantemente. El espectador actual tiene mucha cultura visual y ya no necesita la linealidad de la escena clásica. Esto no significa que la escena clásica haya desaparecido, sino que comparte espacio con otros formatos de escena que amplían el campo de posibilidades expresivas del guionista: una escena puede desarrollar su unidad narrativa en varias localizaciones, puede también descomponer y mezclarse entre otras escenas, puede eliminar el clímax y dejar un vacío que el espectador disfruta imaginando…
Pensar la estructura puede ser un buen paso para componer nuestra narración o para revisarla si sentimos que tiene problemas de fluidez. Recapitulamos. La narración suele buscar modelos para ordenar su material. Este orden responde a necesidades comunicativas y expresivas concretas: el planteamiento de un guion ubica y proyecta al espectador, el conflicto convierte las narraciones en interesantes, los puntos de giro garantizan un ritmo narrativo, los cambios emocionan. La escena clásica ofrece un modelo narrativo para anuncios, cortos o puede ser la base que utilizamos para las unidades narrativas mínimas de un largo o de un documental. También podemos componer un corto a partir de la concepción de escenas fragmentadas dentro de un acto, un corto de diez minutos que vaya componiendo su sentido a través de capas de información que se van superponiendo una al otro hasta el final.
A partir de aquí, haría falta no olvidar (nunca) que la forma no hace el fondo. El peligro de la forma es dejar nuestra historia únicamente en manso de los ingredientes y las matemáticas. Por eso, hay que insistir que estructura, escena, conflicto o cambio son palabras que hacen referencia básicamente a la forma de nuestra narración, pero no dicen nada (o casi nada) sobre el fondo. Estas palabras sólo son media película, no la película entera. Ponemos un ejemplo. La lógica del conflicto es omnipresente hoy en día en el campo mediático, pero a menudo el conflicto se utiliza únicamente como medio para acaparar la audiencia, no para decir nada de muy interesante ni emotivo. Escuchar gente discutir nos engancha, pero a menudo no recordamos las discusiones sobre el sexo de los ángeles tan buen punto apagamos la televisión o la radio. Probablemente, debe de ser legítimo hacer una cosa que hace todo el mundo. Pero no está de más recordar que la comunicación se inventó para mejorar colectivamente el dominio de nuestro destino; y el arte, para ampliar el campo de nuestra sensibilidad. La forma no garantiza en absoluto que nuestras narraciones tengan un contenido rico. Esto es un tema que se reserva para la elección moral del guionista.
Caudalidad e indivuduo
Pensémoslo un momento: la discontinuidad es consustancial a la narración audiovisual. Un corto, una película o un anuncio contiene imágenes, planos, escenas, personajes y hechos que están desatados entre sí. Ponemos un ejemplo al cual ya nos hemos referido más arriba. Inicio del anuncio: un señor chino nos habla sobre la fluidez del agua. Corte. Ahora vemos un coche que recorre una carretera arriba y abajo. Fin del anuncio. Es evidente que estos hechos un tanto distantes entre ellos necesitan relacionarse de alguna manera. Esta es una de las tareas de las cuales podemos responsabilizar (en parte) al guionista: componer una red de relaciones que permita unificar las imágenes, los planos, las escenas, los personajes y los hechos dentro de una narración de sentido único. Y la opción que el cine clásico ha absorvido de la tradición narrativa es la causalidad.
El escritor ruso Txekhov dejó apuntado en su cuaderno de notas una sinopsis de un cuento que no escribió nunca: un hombre gana una fortuna con el juego y, cuando llega a casa, se suicida. Es probable que la primera pregunta que se hiciera el lector que leyó esta nota fuera: por qué? La causalidad vive en la mirada del espectador. El espectador quiere que la narración lo ubique y lo proyecte para mantenerse sentado al sofá —es decir: el espectador quiere que la narración plantee preguntas claras, que no significa preguntas poco interesantes o excesivamente teorizadas y poco dramatizadas—, y quiere levantarse sólo cuando la narración le ha dado todas las respuestas. Esta curiosidad del espectador es la guía que facilita el trabajo del guionista. Si aquello que quiere el cineasta es hacer comprender la narración, crear una red que úna causalmente los hechos, los planos y las escenas es una buena opción para facilitar que el espectador no se pierda en la discontinuidad de la narración audiovisual. «‘El rey murió y después murió la reina de pena’ es una historia», escribe el analista Ana Sanz-Magallón (2007). «El rey murió y después murió la reina de pena’ es una historia’ se una historia». Por eso, sea cual sea aquello que el guionista quiere explicar realmente —el vacío del jugador de Txekhov, el ambiente del mundo del juego, la realidad social de la Rusia del siglo XIX—, el recurso que ha utilizado tradicionalmente el guionista para hacer comprensible los hechos de la narración ha sido ligarlos causalmente entre ellos.
Esto nos trae a la pregunta sobre la causa principal de los hechos. El principal motor causal de una historia ha sido —y todavía es— la psicología del personaje. Un abuelo que se ha quedado viudo y se siente solo en un barrio en que ya no conoce nadie, un preso inocente que es internado en una prisión brutal, un ejecutivo que vive agobiado entre la ambición que lo une a la familia rica de su mujer y la pasión con que se ha enamorado de la pareja de su cuñado. Las reacciones de estos personajes a los hechos que ocurren es aquello que marcará el recorrido que sigue la historia y serán sólo estos hechos —y las consecuencias de las reacciones de los personajes— aquellos que tendrán motivación causal para aparecer a la narración: esperamos ver como el yayo reacciona a su soledad, esperamos ver cuáles son los planes del preso inocente a la prisión, y esperamos ver cuál será la decisión que toma el ejecutivo. Por eso es tan importante conocer bien nuestro personaje y diseñar su psicología. No significará el mismo para nuestra historia que el abuelo viudo en un vecindario desconocido sea Clint Eastwood o Paco Martínez Soria; no es el mismo que el preso inocente sea Bruce Willis o Rowan Atkinson. El personaje, su psicología, trae la narración hacia un lugar o hacia otro. Hace falta que el guionista conozca su personaje. Quizás ha diseñado una biografía antes de empezar a escribir, quizás su carácter aparece mientras imagina los hechos, o quizás el guionista lo conoce tanto que no hace falta que escriba nada. Sea como fuere, el personaje aparece en la narración como una causa latente de los hechos que pasan. Tal como afirma el gurú del guion Robert Mckee (2004), es probable que conozcamos mejor Rick Blain de Casablanca que no nos conocemos a nosotros mismos. Necesitamos conocerlo para entender la red causal que se establecerá alrededor de él.
Hay una segunda razón que aconseja centrar la narración en un personaje. Esta segunda razón tiene el concepto de «objetivo» como palabra clave. La creación de un objetivo comprensible por parte del personaje facilita el interés del espectador. El preso inocente no es cualquier preso, es un preso que conocemos: conocemos su historia y su desdicha, conocemos su anhelo de libertad y entendemos sus motivaciones, sabemos quién es y qué es… Por eso, nos frustramos cuando encuentra obstáculos y nos emocionamos cuando consigue su objetivo. El personaje se convierte así en el canal de nuestros sentimientos. A pesar de todo, una buena réplica a este argumento podría ser que no todos los objetivos son válidos para generar empatía. Es evidente que no. Hay personajes con quienes nos identificamos más que con otros, historias que nos interesan más que otras. El difícil equilibrio entre la anécdota de un personaje particular y el interés que esta anécdota puede generar pasa por qué el guionista sepa pulsar la tecla que revela una cierta dimensión universal de este personaje y la historia que protagoniza. Según el cineasta Andrei Tarkovski (1991), este camino pasa para saber profundizar la realidad representada con simplicidad, sin subordinar el arte a la transmisión de una idea, a la procupación por el estilo o por el éxito: «Hamlet es mucho más que un tipo universal de hombre, es una vida magistralmente perfilada, hecha real y concreta; es esa concreción la que nos abre un mundo nuevo, y no la carga racional de la tipología. Por otra parte, se necesita que la mirada del autor sea abierta y limpia, capaz de atisbar el ideal que esconde y revela a la vez toda realidad».
Centrar nuestra atención en un personaje —hacer conocer su carácter y sus objetivos— es también un recurso importante para convertir la mirada en el canal principal de la emoción. La película clásica concentra la información (sobre el personaje y sus objetivos) en la primera parte de la narración para permitirse ser visual. El primer acto es fundamental. Billy Wilder decía que si una película no funcionaba era el primer acto aquello que había que revisar. En la medida que conocemos cómo es el protagonista y sabemos qué quiere, en la medida que el primer acto nos da información sobre el dilema que desplegará la película, el espectador está preparado para introducirse en la mente del protagonista cuando esta se acerca a su clímax. No hacen falta entonces palabras: una mujer sentada en casa con la mirada perdida es suficiente para comprender el dilema que está intentando resolver y que el espectador conoce desde hace rato, una mirada entre dos compañeros puede significar mucho más sin que haya la necesidad que nadie pronuncie una sola palabra… Esta es también la lógica de una estructura que se preocupa para hacer conocer el personaje y su conflicto en la primera parte de la narración. Repitámoslo: la película da información al primer acto para permitirse ser visual al final. La emoción se puede concentrar entonces en una sola imagen: una emoción que se presenta de manera simple, sin mediadores, sin necesidad de explicación, un sentimiento concentrado, intenso, revelado… La red de relaciones que despliega una narración audiovisual se cierra entonces, cuando aquella simple imagen recoge toda la información desplegada por el guionista para despertar la emoción del espectador.
El último párrafo de este apartado se dedica a una contradicción. Hemos hablado aquí de la importancia del personaje y de la red causal que se establece en torno a sus acciones, pero esta norma no es aplicable al ejemplo que abría esta sección: el señor chino que nos habla sobre la fluidez del agua yuxtapuesto con las imágenes de un coche que corre carretera arriba y abajo. Por eso, hace falta aquí recordar la máxima presentada al inicio del módulo: la calidad no se puede reducir únicamente a un solo criterio. La causalidad y el individuo es la opción de la tradición para hacer comprensible la narración y para concentrar la emoción en una sola imagen, pero hay otras muchas relaciones posibles para unir el material discontinuo de una narración y para insuflar significado a los hechos que se narran: el paralelismo, la sinécdoque, la metáfora… En el anuncio del señor chino, dos simples secuencias se unen a través de la metáfora que nos hace sentir que aquel coche que corre carretera arriba y abajo es tan adaptable como el agua. Si estuviéramos en una clase de mecánica, habríamos grabado un experto en automoción que nos hubiera dado aquella información de manera verbal y sin más gracia que la que pudiera tener el experto en cuestión… Esta no es la apuesta de la narración audiovisual: aquello que busca la narración es comunicar sin necesidad de decir. Dicho de otro modo, el objetivo de la comunicación narrativa es la «comprensión» emocional.
Cita recomendada: PLANA, Marc. El guión audiovisual (parte 2): Estructura y relaciones intertextuales. Mosaic [en línea], abril 2014, no. 117. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/m.n117.1416.
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