Universitat Oberta de Catalunya

Derechos de autor y el territorio digital: problemas de encaje

“If you have an apple and I have an apple and we exchange these apples then you and I will still each have one apple. But if you have an idea and I have an idea and we exchange these ideas, then each of us will have two ideas.” [1]

Hace ya más de trescientos años los juristas crearon los derechos de autor[2]. La intención era proteger los autores y crear una legislación que les permitiera ceder a terceros la capacidad de explotar sus obras, de manera que, aunque los creadores crearan algo intangible y reproducible, tuvieran algo como moneda de cambio para poder vender el fruto intangible de su trabajo.  La ley de derechos de autor fue evolucionando, siempre presuponiendo que en la mayoría de los casos los artistas, escritores o músicos serian la parte “débil” del contrato y que por su puesto no tendrían ni la capacidad ni los conocimientos para poder negociar a su favor los contratos que sus editores o galeristas les pusieran delante.

La intención era asegurarse de que gracias a esta “propiedad ficticia”[3] llamada propiedad intelectual, los artistas y creadores tendrían una motivación para seguir creando: tú, artista, enriqueces el mundo con tus creaciones, y yo, la Ley, te concedo durante un tiempo limitado el monopolio exclusivo de explotación de tu obra, de manera que, aunque tu trabajo sea infinitamente reproducible, te puedas ganar la vida cada vez que alguien tiene acceso a ella. En realidad, la intención del legislador era poner al mismo nivel a los creadores de bienes intangibles (escritores, artistas, músicos…) que al resto de profesiones: tal y como decía  G. B. Shaw, si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana e intercambiamos las manzanas, los dos continuaremos teniendo sólo una manzana, pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea, entonces los dos tendremos dos ideas. O dicho de otra manera: si diez personas quieren una manzana, el vendedor de manzanas venderá diez manzanas a diez personas. Pero si diez personas quieren un libro, habrá suficiente con que uno de ellos compre ese libro y lo fotocopie para dárselo a los otros nueve para que todos puedan disfrutar de esa obra. El autor habrá vendido un solo libro, pero diez personas habrán tenido acceso a él. El objetivo de la ley de propiedad intelectual es crear el sistema para que ese autor (o la editorial a la que el autor haya cedido sus derechos)  pueda recuperar de alguna manera el esfuerzo invertido en publicar ese libro y que por lo tanto dar al autor un incentivo para continuar creando.

La ley de propiedad intelectual fue evolucionando, alargando el plazo de los derechos de autor y refinando sus definiciones[4]. Victor Hugo lideró la creación del Convenio de Berna para la Protección de Obras Literarias y Artísticas que se firmó en 1886 y que se erigió como el primer tratado internacional que establece las bases de los derechos de autor que los países están obligados a garantizar a sus artistas y creadores.

Este convenio, además de garantizar la capacidad de los artistas de ganarse la vida con el monopolio de explotación de sus obras que les garantizaba la ley, establecía otro tipo de protección. Ya no se trataba sólo de garantizar que los artistas tuvieran un incentivo económico para continuar creando, si no que se iba más allá: las obras del intelecto merecían más cuidado y respeto que los frutos del trabajo que se conseguía con esfuerzo físico, como las diez manzanas del agricultor de Shaw. El romanticismo había dejado su particular legado espiritual la legislación: los artistas crean con el esfuerzo de su intelecto, proyectan su sensibilidad personal y su genialidad en sus obras, y por lo tanto sus creaciones merecen ser respetadas tal y como fueron creadas y divulgadas según las precisas instrucciones de sus creadores. Cualquier agresión a la integridad obra o negación de su paternidad sería una agresión al mismo artista: los derechos de autor incluirían, pues, los llamados derechos morales, que servirían para proteger la reputación del artista.

Hay dos derechos morales básicos que el convenio de Berna exige a sus países signatarios: el derecho a la autoría (a reclamar la paternidad –o maternidad-de las obras) y el derecho a la integridad. Pongamos por caso que yo no soy la autora de este artículo y que en realidad se lo he pedido a un escritor por encargo, al que he pagado una cuantiosa suma para que no desvele el secreto de mi falsa autoría.  Mi escritor por encargo podrá cederme el derecho de explotación de este texto, pero nunca podrá venderme su autoría. Él –o ella- siempre tendrá el derecho a ser reconocido como el legítimo autor. En España, además, los derechos morales son irrenunciables e intransferibles: si yo le pido a un tribunal que condene a mi escritor por encargo por haber incumplido la cláusula de nuestro contrato en la que se comprometía a no desvelar el secreto de mi falsa autoría, el juez me responderá que esa cláusula no era válida porque el autor de una obra no puede renunciar a su paternidad, ni siquiera voluntariamente.

El derecho a la integridad me servirá para poder protestar si cuando lea mi texto publicado en Mosaic lo encuentro tan editado que no puedo ni reconocerlo como mío: alegando mi derecho moral a la integridad de mi obra podré exigir a la revista que publique una versión del artículo que no suponga lo que puede representar un menoscabo a mi reputación o que retiren mi nombre como autora del texto.  También alegando ese derecho podré evitar si soy un artista que el comprador de uno de mis lienzos originales destruya o modifique mi obra si un buen día se cansa de ver mi cuadro colgado en la pared de mi casa.

España reconoce también otros derechos morales de los autores, como el derecho a retirar una obra del comercio por cambio de convicciones intelectuales o morales. Si una vez vea publicado mi texto en Mosaic no estoy satisfecha  tengo motivos para arrepentirme de haber escrito este artículo, podré exigir a Mosaic la retirada del mismo, indemnizando a la revista, eso sí, por los daños y prejuicios que mi cambio de convicción les pueda haber causado.

Este conjunto de derechos morales son defendidos encarnizadamente por las leyes y los tribunales de la mayoría de países de Europa continental. Sin embargo, en el otro lado del Atlántico nunca se entendió que si yo soy propietario de algo, si lo he pagado con mi dinero, tenga que vivir siempre con la incertidumbre de si voy o no a poder hacer lo que me de la gana con lo que he comprado. Cuando a los americanos les interesó formar parte de la convención de Berna y con su ratificación se vieron obligados a aceptar los derechos morales de integridad y autoría, promulgaron una ley llamada VARA Act[5] que protegía con estos dos derechos morales a las obras plásticas (pintura, dibujo, esculturas y fotografías y grabados si la edición es limitada y de menos de 200 ejemplares numerados y firmados por el artista. No incluye ningún tipo de arte digital ni audiovisual). Ahora bien, estos derechos de integridad y autoría son renunciables voluntariamente bajo la legislación americana, cosa totalmente impensable en el sistema europeo, e incluir una cláusula tipo en los contratos de los exposiciones en los que el artista renuncia voluntariamente es completamente normal.

La ley de propiedad intelectual también tiene la difícil misión de establecer el equilibro entre el derecho de los creadores a obtener un beneficio de su obra y el derecho del público en general a acceder a las obras protegidas en determinadas circunstancias, en beneficio de los derechos fundamentales como acceso a la cultura y la libertad de expresión. Hay dos maneras de establecer estas excepciones, y este es otro tema en el que existen grandes diferencias entre las legislaciones europeas y la legislación americana: en Europa continental se utiliza la técnica jurídica de los sistemas cerrados de limitaciones, en los que el legislador ha intentado identificar los supuestos de hecho en los que los derechos fundamentales como libertad de expresión y derecho a la información serán más importantes que el derecho del artista a ejercer el monopoli de su obra: se podrá copiar las obras sin pedir permiso si esa copia es para un procedimiento judicial o administrativo, para el uso privado del propio copista (copia privada) para ejercer el derecho a cita, para dar una información de actualidad, para que las instituciones culturales puedan ejercer su mandato de preservar el patrimonio, si estamos haciendo una parodia, o si la obra en cuestión está permanentemente situada en la via pública, por nombrar algunos ejemplos.  Estas “excepciones” son interpretadas de manera muy restrictiva por los tribunales, y como es sabido, no se cabe bajo ninguno de esos “bolsillos” usos como por ejemplo el intercambio de archivos “peer to peer” que, de momento, hasta que no se añada una nueva excepción, será considerado ilegal. Los países anglosajones utilizan, en cambio, el llamado “fair use”, un sistema abierto de limitaciones, basado en un enunciado en general que determina caso a caso si el uso sin pedir permiso es justo, analizando cuatro factores: el propósito de la copia, la naturaleza de la obra protegida con derechos de autor; la importancia de la parte utilizada en relación con la obra en total, y el efecto de dicho uso en el mercado sobre el valor de la obra protegida con derechos de autor.

Este tipo de sistema abierto de excepciones ha permitido que conceptos como la libertad de expresión tenga un papel más importante que en Europa en las resoluciones judiciales estableciendo los límites justificados a los monopolios de los derechos de autor.

Derechos morales en Internet

La geografía desaparece a Internet, pero la ley aplicable permanece siempre la del país que se determina que tiene la jurisdicción sobre aquel caso en particular. Internet no tiene una jurisdicción propia, no existen un conjunto de normas que sean válidas por todos aquellos supuestos de hecho que tengan lugar a la red. Desde el inicio de la aparición de Internet se especuló mucho sobre cual debería ser la acción legislativa más adecuada para regular esa telaraña masiva de conocimiento que parecía crecer sin ningún tipo de control. Tal como Himanen explica a su libro La ética del hacker y el espíritu de la era de la información[6], la aparición de Internet generó muchas expectativas sobre las capacidades de autorregulación de esta nueva dimensión digital. Pero la realidad es que Internet no tiene tribunales específicos y las infracciones cometidas en la red se deciden exactamente en los mismos tribunales que el resto de casos que tienen lugar el mundo “real”. Si no hay un contrato previo o una aceptación implícita de condiciones donde se establezca una ley y jurisdicción aplicable, normalmente será el país donde se encuentre la persona que ha sufrido el daño el que tenga jurisdicción sobre el caso.

Son incontables las plataformas que se han generado en diferentes países para proteger la libertad de expresión en Internet que pretenden enfrentarse al endurecimiento de las leyes de propiedad intelectual, que ante la  revolución tecnológica que permitió de un día para otro copiar sin que haya ninguna diferencia de calidad entre el original y la copia, han optado por penalizar la llamada “piratería” endureciendo cada vez más las penas aplicables por las infracciones, tal y como hemos visto recientemente en España con la polémica “Ley Sinde”. Organizaciones como Electronic Frontier Foundation (aparecida el 1990 cuando Internet todavía era una herramienta desconocida por el público en general) es una de las principales defensoras de los denominados “digital rights”, básicamente la protección de la libertad de expresión y del derecho a la privacidad..

Todas estas organizaciones se han posicionado inequívocamente a favor de una ampliación del dominio público y por un reequilibrio de los derechos de explotación de los autores en favor a los derechos fundamentales de acceso a la cultura y acceso a la información. Pero ¿cuál es la posición de estas organizaciones respecto a los derechos morales de los artistas a Internet?

Los derechos morales pueden ser vulnerados a muy fácilmente a la red, dada la propia interactividad del medio. Los usuarios de la red pueden realizar alteraciones de las obras que pueden representar infracciones al derecho de integridad. Ciertas técnicas de enlace, como por ejemplo el “framing”, pueden constituir infracciones de los derechos morales, si la web original se enmarca en un contexto diferente al que el autor diseñó, y por lo tanto estamos creando una apariencia diferente a la que quería el autor.

Otros usos más propios de la creación artística, como por ejemplo la apropiación, también pueden representar infracciones de los derechos morales de manera frecuente en la red. Pensemos por ejemplo el caso de los conocidos “googleramas” del genial y polémico artista Joan Fontcuberta: se trata de una serie de obras elaboradas con cientos de imágenes apropiadas de internet y reorganizadas a través de un programa informático que forma nuevas imágenes organizando las fotografías apropiadas según su intensidad, luminosidad y color. Ninguna de estas fotografías apropiadas es de Fontcuberta, y sería prácticamente imposible conseguir la autorización de los autores de estos centenares de imágenes. Con la ley en la mano los “googleramas” constituyen una infracción del derecho moral de autoría y de divulgación, a parte de la infracción de los derechos de explotación. Ahora bien, ¿cuál es el daño real que sufren los autores de estas obras? ¿Tiene sentido aplicar el derecho moral a las imágenes que están colgadas a Internet del mismo modo que en el mundo analógico?

Internet, al menos a sus inicios, recuerda a aquel escenario ideal imaginado por Mill [7], en el que la verdad se descubriría a través del debate y la confrontación de ideas. Si estamos de cuerdo con la idea de que Internet debe mantener por encima de todo la libertad de expresión y la libre distribución de ideas, quizás deberíamos empezar a pensar en una profunda revisión de las leyes de derechos de autor en el ámbito digital.

Algunos casos recientes (aunque aislados) en los Estados Unidos apuntan hacia una nueva manera de entender el ciberespacio, sugiriendo la existencia de lo que se ha llamado una “implied  licence” o “licencia implícita: si el propietario de los derechos de autor pone a disposición del mundo su obra sin medidas tecnológicas por evitar la copia, quizás es porque está permitiendo implícitamente a los usuarios el “derecho al cortar y pegar”.

Hagamos ahora una rápida mirada a las licencias copyleft para ver si nos pueden ofrecer una solución al problema: las nuevas tecnologías, en efecto, también han propiciado la aparición de alternativas a la gestión tradicional de los derechos de autor. La  más destacable, es la de las licencias Creative Commons, (CC) una solución que, sin negar los derechos de propiedad intelectual, permite al autor autorizar algunos usos del material protegido a través de una de las seis licencias que permiten a terceros usos que van desde la copia sin restricciones de ninguna clase, incluida la transformación de la obra por crear obra derivada, hasta la copia exclusivamente con finalidades no comerciales, sin posibilidades de modificaciones.

Todas las licencias CC tienen una cosa en común: la obligación del reconocimiento de la autoría. Así CC resuelve la carencia de la obligatoriedad del reconocimiento de autoría que, como hemos visto anteriormente, no pudo solucionar el VARA *ACT.

Pero ¿qué pasa con el resto de los derechos morales?

Una licencia CC nos autoriza a utilizar las obras protegidas según los usos restringidos que nos permita el tipo de licencia.  Podremos copiar, distribuir, comunicar públicamente e incluso transformar la obra, si la licencia lo permite. Pero ¿qué pasará si usamos la obra de manera contraria a la voluntad del autor? ¿Qué pasará por ejemplo si un partido político completamente contrario a la ideología de un autor de una obra colgada en internet con una licencia CC, utiliza la obra de este autor como imagen pubicitaria de su ideolgia sin sobrepasar el permiso autorizado por la licencia? El autor no podrá alegar una infracción de sus derechos de explotación, pero depende de en qué jurisdicción se encuentre, si se podrá quejar por una vulneración de sus derechos morales. ué clase de seguridad jurídica ofrecen, pues, estas licencias CC por usuarios de buena fe que se encuentren en jurisdicciones que reconozcan los derechos morales? Ninguno.

Conclusión

La polémica sobre Internet y los derechos de autor está más viva que nunca. Se ha hablado mucho sobre las descargas ilegales, sobre la piratería, sobre las grandes pérdidas de la industria. Pero ¿y las infracciones a los derechos morales? Como estas infracciones no causan directamente ningún perjuicio económico, el debate sobre los derechos morales ha quedado completamente aparcado. Quizás porque el debate se ha centrado en la militancia del libre acceso a la información y en la defensa de los denominados “derechos digitales” y sus protagonistas han sido elocuentes militantes en vez de juristas. Quizás porque los juristas tienden a aplicar la ley de una manera muy restrictiva y no consiguen “descodificar” su discurso de forma que sea accesible al público general, pero el debate sobre los derechos de autor se ha centrado en la defensa y penalización del libre acceso a los contenidos protegidos con derechos de autor que hay a la red. Las teorías comunitaristas y liberalistas han ido imponiéndose e infiltrándose también en el campo de los derechos de autor, reclamando una revisión del alcance del monopolio del autor y reclamando una reformulación de la legislación y del concepto de autor. Pero sobre la revisión o la reformulación de los derechos morales no ha habido un posicionamiento en ningún sentido.

Ha habido cambios legislativos por adaptar la ley a la red, redefiniendo el concepto de copia al ámbito digital y adecuando las excepciones de las copias técnicas necesarias por pasar la información de un ordenador a otro no sean infracciones. Se han endurecido las penas contra la piratería e incluso se está negociando un nuevo tratado internacional, el ACTA (Anti-Counterfeiting Trade Agreement), con el objetivo de establecer estándares internacionales y endurecer el castigo contra las infracciones de las leyes de propiedad intelectual incluyendo la vía penal.

No hay discusión sobre las políticas públicas de los derechos morales e indudablemente este es un tema que se tendría que que abordar no sólo desde el punto de vista del derecho, sino desde el pensamiento, desde la filosofía política. Tal y como hemos visto, las dos legislaciones divergen muy claramente pero comparten un ámbito común: Internet. Si desde Europa no se abre el debate sobre la posibilidad de la defensa o cambio de legislación sobre los derechos morales a la red, distinguiendo y separando este debate de los temas relacionados con el derecho a la propiedad de los derechos de explotación, los derechos morales quedarán relegados a un ámbito residual y anecdótico, tal y como lo son ahora en el ámbito anglosajón.

Quizás será imposible conservar todos los derechos morales a la red, tal y como hemos visto con el ejemplo de los googleramas de *Fontcuberta, que con la ley a la mano* son ilegales, pero por lo menos deberemos tener especial cuidado y decidir si hay algún bien común en defender el derecho de autoría y de integridad: al fin y al cabo, no olvidemos que la utilidad de la información en un ámbito en qué la información es tan amplia está relacionada con las garantías de su procedencia.

Notas a pie de página:

[1] George Bernard Shaw (1856 – 1950)

[2] La primera ley de propiedad intelectual es el Estatuto de la Reina Anna, de 1710

[3] La propiedad intelectual es considerada un sistema de propiedad especial

[4] En España, la primera ley de propiedad intelectual conocida es la de..

[5] Visual Artists Rights Act of 1990 (VARA), 17 U.S.C. § 106A

[6] HIMANEN, Pekka: La ética del Hacker y el Espíritu de la Era de la Información. Destino, Barcelona 2004

[7] John Stuart Mill, (20 May 1806 – 8 May 1873)


Cita recomendada: SORIA, Eva. Derechos de autor y el territorio digital: problemas de encaje. Mosaic [en línea], mayo 2012, no. 97. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/m.n97.1219.

Acerca del autor

Eva Soria

Estudió Historia del Arte en la Universitat Autònoma de Barcelona, ​​conservación de patrimonio en el Palazzo Spinelli, Italia, y Derecho en la Universidad Golden Gate, San Francisco, EE.UU..

Ha trabajado en California Lawyers for the Arts, UNESCO y el Ayuntamiento de Barcelona. En la actualidad ocupa el cargo de Coordinadora de Artes Plásticas y Arquitectura en el Institut Ramon Llull, una institución pública del gobierno catalán que se encarga de la promoción de la cultura catalana en el ámbito internacional. También enseña Derecho en un máster de IL3-Universitat de Barcelona y colabora con varios universidades dando talleres y conferencias sobre propiedad intelectual y las artes. Actualmente está escribiendo su tesis doctoral sobre el arte contemporáneo y la ley, en el Departamento de Derecho Público de la Universitat Autònoma de Barcelona.